domingo, 29 de noviembre de 2009

El anfiteatro abandonado [2]

El sol no trajo redención ni olvido, sólo una tremenda resaca y una llamada inoportuna a las dos de la tarde, justo cuando me estaba levantando y empezando a recordar los fracasos de anoche. Desayuno café con aspirinas y me siento a mirar Los Simpsons hasta que el sol se vaya otra vez, cuando me llama un amigo de esos que los viernes no sale y el sábado está listo para cualquier pelotudez.

– Vamos a buscar faso -me dice.

“Podría pasar toda la tarde vegetando”, pienso con el teléfono en la mano. En Telefé justo estaban dando el capítulo en que contratan a Marbo. Con el tubo en la mano pude ver a los de la oficina de inmigración cayendo por el techo con sogas tipo ataque comando, y diciéndole a Burns que tiene que “cambiar sus políticas laborales y contratar al menos una mujer”. Carlitos me dice que el dealer lo citó en el anfiteatro del parque de los eucaliptus. El dealer de Carlitos siempre elegía un lugar diferente para citar a sus clientes, para mi que el pibe la re flashea con que lo persigue la DEA. “Está bien, contrataré una mujer, pero no voy a cambiar mis políticas laborales. ¡Trabaja, Eduardo!”, grita Burns, y un pato con casco de obrero pasa arrastrando residuos nucleares en un carrito. Me río y cuelgo el teléfono. Burns, el símbolo del capitalismo salvaje, el empresario de la peor calaña. Y hay tantos como él. Alguna vez escuché que en las universidades no deberían enseñar filosofía sino sindicalismo. Estoy de acuerdo.

Carlitos va a pasar en diez minutos, pero llegó a la mitad del segundo capítulo. Vimos el final y salimos. La tarde tenía un sol como esos de las propagandas de cereales, con sonrisa y todo. Ya se me había pasado el dolor de cabeza, y al abrir la ventana, un aire levemente frío me acariciaba la cara con sus dedos gélidos, recordándome por un rato la adorable sensación de sentirse vivo, alive.

– A la piba con la que me veo le encanta el reggaetón -me cuenta Carlitos-. No sabés lo que mueve el culo. La cagada es que baila sola porque yo ni idea. Tomo en la barra y la hija de puta perrea como loca. No se cómo me da bola a mí después.

La novia no está buena, pero se nota apenas la mirás que es bastante perra. La imagino perreando con uno de esos pantaloncitos que tienen las negras de los videos de hip hop. “No sé cómo me da bola a mí”, ríe Carlitos, buscando mi complicidad. Los dos sabíamos que era cierto. Mientras caminamos, Carlitos enciende su celular y enciende el altavoz. Se escucha Folsom Prision Blues, y los dos vamos cantando. “I shoot a man in Reno, just to watch him die”.

Carlitos deja el auto en la estación de servicio y bajamos. Los ingleses construyeron en Argentina los primeros ferrocarriles, para llevar sus propias explotaciones mineras a los puertos de Rosario y Buenos Aires. Así nació el ramal Mitre, que va desde la Capital hasta Tucumán. Alrededor de cada estación plantaron eucaliptus para minimizar el impacto ambiental de los trenes, formando un bosque. El bosquecito de los eucaliptus nació diez años después que la ciudad y todavía está ahí, dando la sombra más fresca y mentolada del mundo. En los ochentas fue el “besadero” de las parejas adolescentes, y por su irremediable oscuridad nocturna, ganó la fama de ser un lugar peligroso. Lo cierto es que a la siesta, cuando el sol apenas cuela algunos rayos débiles entre las ramas desnudas, y el viento leve mueve las hojas con cientos de tonos de amarillos brillan como monedas, es uno de los lugares más misteriosos que conocí.

El dealer nos esperaba al lado del anfiteatro.

– Esto es lo que puedo darles por cien. Es buena, yo la probé. La traen de Paraguay y la compré en Santa Fe, de unos amigos que tienen unos galpones en la entrada, viste? Onda que fui con otro pibe en moto por la 70 jaja, re loco, en Esperanza tratamos de pegar pero no se pudo, así que seguimos y terminamos comprando un kilo que lo trajimos en la motito. Si no es esto, difícil que consigan en otro lado.

Al dealer le gusta darse aires de importancia y hacerte creer que vende oro puro. Le da a Carlitos una bolsita de plástico cortada con una tijera y atada con un cordón del mismo material que la bolsa. Adentro, el faso estaba picado a mano. Generalmente hace eso para que parezca más de lo que te cobra. Nosotros nos dejamos estafar mansamente, como la mayoría de los compradores de marihuana, un negocio que no tiene muchas reglas éticas.

“Bueno muchachos, los dejo, tengo que ir hasta el Amancay”. El dealer se perdió entre los árboles y nosotros nos quedamos con el faso, sentados en las escalinatas del anfiteatro. Miramos sus grietas invadidas por plantas, hojas secas prácticamente incrustadas en el pavimento, arbustos que crecen en cada hueco. Está vacío, como sólo puede estarlo un lugar al que nadie quiere ir.

- ¿Alguna vez se usó para una obra de teatro?

Le digo a Carlitos que no sé. La soledad de este anfiteatro abandonado es muy profunda, pueden sentirse los fantasmas que salen a pasear a la siesta, cuando es de día y, sin embargo, nadie los ve. Recuerdo que se hicieron algunos recitales, bandas de rock del pasado que tocaron canciones compuestas en un living, con una criolla, ensayadas en algún garage de un pariente, aplaudidas por indulgentes amigos que se sabían las letras y chicas que iban por sus novios. Carlitos dice que tal vez los fantasmas repiten cada noche el mismo espectáculo, tocando en un lugar al que nadie quiere ir, canciones que nadie quiere escuchar. Yo creo que puede ser cierto.

Pensé en Jenny, y en la noche anterior. Mientras volvemos, tengo la necesidad de contarle a Carlitos que la vi, que estuve charlando con ella, que tenía los ojos negros y brillosos, como si se hubiera tomado todas las estrellas de un solo trago. Pero enseguida me doy cuenta que no tengo nada que contarle. ¿Qué le voy a decir? ¿Qué hablamos cinco minutos sobre nada? ¿Que la miré toda la noche de reojo y no tuve el valor de ser más o menos sincero? ¿Que dejé que se vaya con el pelotudo del Guitarrista? Preferí quedarme callado, sentir el viento frío en la cara, irnos a la casa de Carlitos, alejarnos de este lugar frío y solitario, que da un poco de miedo. Cuando nos alejamos, imeginé a los fantasmas saliendo de las grietas, sentados en las escalinatas del escenario o ubicándose en el escenario, para repetir una y otra vez el mismo show infinito, una puesta eterna y absurda. Los fantasmas nos aterran y no queremos verlos. Tal vez porque se parecen demasiado a nosotros.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Otra noche boca arriba [1]


La baldosa floja de la vereda de calle Lamadrid escupe agua de lluvia en mis pantalones de jean demasiado largos, como un beso helado que no ayuda a calmar el dolor de mis pies, luego de estar toda la noche sosteniendo mi cuerpo erguido, levantando un vaso cual un guerrero sostiene su espada oxidada, y sonriendo con cara de idiota a todos los que me hablan.

Lo peor de las salidas de fin de semana es ver cómo somos arrastrados a un ritual sin sentido en donde todas las noches son calcomanías, cada viernes y sábado la misma ruta de rutina, donde supuestamente encontraremos risas, amigos y mujeres libertinas, y el alcohol en todas sus formas ambriagará los cuerpos y conectará las almas. Los bares, boliches, pubs y todas las instituciones de la diversión nocturna abren sus puertas prometiendo belleza y felicidad. Nosotros, que somos feos y tristes, también compramos tontamente las baratijas que nos ofrecen. La diferencia es que, al final de la noche, nosotros nos sabemos derrotados, pero ellos no. Seguirán haciendo girar la noria macabra, la maquinaria imparable de la salida de fin de semana, esa calesita desvencijada y rechinante que desde hace años agita la sortija de la diversión, promete el universo y sólo entrega un puñado de estrellas frías que me saludan parpadeando cuando salgo por la puerta del último bar.

Hace menos de una hora, entro a la Mula y veo a Jenny charlando con ese estúpido del guitarrista. Después de pedir el trago en la barra los miro un rato más. Cuando estan sentados en la pieza del bar que está cerca de la puerta, donde generalmente van las parejas cuando están decididos a lamerse unos a otros. Ahí fue que sentí la patada, una coz que me golpeó no en el estómago, como era de esperar al tomar ese brebaje, sino más arriba, y en el costado izquierdo. El trago que pedí se llama “patada de mula”, y siento como si hubiera cumplido su destino.

Jenny sonríe escuchando el chamuyo del Guitarrista, yo simplemente no entiendo qué cosas le dice, las veces que hablé con él me pareció un ser repugnante: su rictus nervioso, sus ojos negros y penetrantes, y su tendencia a hablar mucho más de lo que me gustaría escuchar, convirtieron al guitarrista en un cero a la izquierda. Ella parece estar en otro lado cada vez que alguien le habla -inclusive el Guitarrista-, y aunque reacciona a cada cosa que se le pregunta, su mirada está un poco más allá de las cosas que tiene enfrente. Sus ojos negros se esconden detrás de un rulo que le cae de la frente, y dos lentes que tiene a veces. Sin embargo, Jenny no puede esconder sus ojos cuando sonríe.

– Esta re estúpida desde que sale con ese pibe -me dijo Angélica-. Ya casi ni me habla.

Sentía a Jenny como una princesa a la que le lavó el cerebro un dragón. Todo su cuerpo mentía, sus movimientos, su gesto, su nariz que temblaba cuando le molestaba el humo del cigarrillo que fumaba el Guitarrista, pero no sus ojos. Había algo profundo en ellos, algo que nadie en todo el bar -y podría decir en todo el universo- podía llegar a ver. Ni yo tampoco. Por eso apenas me animé a hablarle, a pesar de que la conozco hace algunos meses. Y por eso esta noche cruzo la puerta y me vuelvo a casa caminando, con una llovizna que deja estelas en mi pelo y mi pullover gris gastado, que apenas me protege del frío de mierda del invierno.

Paso por la estación de servicio que tiene un sol amarillo en el cartel pero parecería que nunca amanece entre sus paredes siempre grises. Veo al playero que está dentro del mercadito, tomando mate y leyendo el diario del sábado. Lee concentrado, con el ceño fruncido, me pregunto qué leerá tan atentamente. Me acerco un poco para tratar de adivinar, y él se levanta y se lleva el diario, pero deja al descubierto un revólver sobre la mesa, que estaba debajo del diario. Plateado y negro. Y apunta hacia mí. Pongo vista al frente y camino más rápido, alejándome del lugar. Las armas me dan miedo, la única vez que tuve una entre mis manos, sentí un desesperado impulso por dispararla, sentir el estallido en el arma y en mí, temblar, cerrar los ojos y, al abrirlos, ver un enorme agujero humeante en la pared de la habitación donde estaba. Esa sensación embriagadora de tener el poder de matar me gustó tanto que me asusté, y nuca más quise tocar un arma. Algunos podrán llamarlo represión. Yo lo llamo autoprotección.

“Ricky vive”, dice un graffiti en la esquina. No aceptan la muerte de Ricky Espinosa, como otros no aceptaron la de Luca, o la del Che, o Santucho. Se podría escribir una historia de la negación, enumerando las almas que los hombres nos negamos a entregarle a ese Dios que se dice misericordioso. Lennon, Hendrix, Morrison, y el más grande de todos los muertos vivos: Elvis. El rock no está hecho de muertos, sino de zombies. Todos los que dicen que el tiempo pasado fue mejor, es porque quieren transformar al rock en una película de zombies.

Las luces de calle Ameghino me reconfortan, significa que estoy cerca de casa. Las putas del 30 de octubre siguen trabajando a las 5 de la mañana, por lo que deduzco que no fue una buena noche tampoco para ellas. Hay dos que parecen no tener más de 16, sentadas en el pórtico de una casa que se ve como si hubiera estallado una bomba y nadie habría barrido. No hay muchos frentes derruídos en este barrio de clase media alta, es por eso que sorprende a muchos ver dos chicas tan bonitas y dispuestas en esta esquina, con minifalda corta y una gruesa campera inflable blanca estilo “muñeco de Michelín”. No me ven pasar, están absortas cada una en su celular.

Cuando pongo la llave en la puerta, me doy cuenta que no me puedo sacar de la cabeza la mirada extraviada de Jenny, la sonrisa estúpida del Guitarrista, y la idea de que, aunque tome un té, me ponga el pijama y apague la luz, voy a terminar la noche boca arriba, sin poder olvidar sus ojos hasta después del amanecer.

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