lunes, 23 de noviembre de 2009

Otra noche boca arriba [1]


La baldosa floja de la vereda de calle Lamadrid escupe agua de lluvia en mis pantalones de jean demasiado largos, como un beso helado que no ayuda a calmar el dolor de mis pies, luego de estar toda la noche sosteniendo mi cuerpo erguido, levantando un vaso cual un guerrero sostiene su espada oxidada, y sonriendo con cara de idiota a todos los que me hablan.

Lo peor de las salidas de fin de semana es ver cómo somos arrastrados a un ritual sin sentido en donde todas las noches son calcomanías, cada viernes y sábado la misma ruta de rutina, donde supuestamente encontraremos risas, amigos y mujeres libertinas, y el alcohol en todas sus formas ambriagará los cuerpos y conectará las almas. Los bares, boliches, pubs y todas las instituciones de la diversión nocturna abren sus puertas prometiendo belleza y felicidad. Nosotros, que somos feos y tristes, también compramos tontamente las baratijas que nos ofrecen. La diferencia es que, al final de la noche, nosotros nos sabemos derrotados, pero ellos no. Seguirán haciendo girar la noria macabra, la maquinaria imparable de la salida de fin de semana, esa calesita desvencijada y rechinante que desde hace años agita la sortija de la diversión, promete el universo y sólo entrega un puñado de estrellas frías que me saludan parpadeando cuando salgo por la puerta del último bar.

Hace menos de una hora, entro a la Mula y veo a Jenny charlando con ese estúpido del guitarrista. Después de pedir el trago en la barra los miro un rato más. Cuando estan sentados en la pieza del bar que está cerca de la puerta, donde generalmente van las parejas cuando están decididos a lamerse unos a otros. Ahí fue que sentí la patada, una coz que me golpeó no en el estómago, como era de esperar al tomar ese brebaje, sino más arriba, y en el costado izquierdo. El trago que pedí se llama “patada de mula”, y siento como si hubiera cumplido su destino.

Jenny sonríe escuchando el chamuyo del Guitarrista, yo simplemente no entiendo qué cosas le dice, las veces que hablé con él me pareció un ser repugnante: su rictus nervioso, sus ojos negros y penetrantes, y su tendencia a hablar mucho más de lo que me gustaría escuchar, convirtieron al guitarrista en un cero a la izquierda. Ella parece estar en otro lado cada vez que alguien le habla -inclusive el Guitarrista-, y aunque reacciona a cada cosa que se le pregunta, su mirada está un poco más allá de las cosas que tiene enfrente. Sus ojos negros se esconden detrás de un rulo que le cae de la frente, y dos lentes que tiene a veces. Sin embargo, Jenny no puede esconder sus ojos cuando sonríe.

– Esta re estúpida desde que sale con ese pibe -me dijo Angélica-. Ya casi ni me habla.

Sentía a Jenny como una princesa a la que le lavó el cerebro un dragón. Todo su cuerpo mentía, sus movimientos, su gesto, su nariz que temblaba cuando le molestaba el humo del cigarrillo que fumaba el Guitarrista, pero no sus ojos. Había algo profundo en ellos, algo que nadie en todo el bar -y podría decir en todo el universo- podía llegar a ver. Ni yo tampoco. Por eso apenas me animé a hablarle, a pesar de que la conozco hace algunos meses. Y por eso esta noche cruzo la puerta y me vuelvo a casa caminando, con una llovizna que deja estelas en mi pelo y mi pullover gris gastado, que apenas me protege del frío de mierda del invierno.

Paso por la estación de servicio que tiene un sol amarillo en el cartel pero parecería que nunca amanece entre sus paredes siempre grises. Veo al playero que está dentro del mercadito, tomando mate y leyendo el diario del sábado. Lee concentrado, con el ceño fruncido, me pregunto qué leerá tan atentamente. Me acerco un poco para tratar de adivinar, y él se levanta y se lleva el diario, pero deja al descubierto un revólver sobre la mesa, que estaba debajo del diario. Plateado y negro. Y apunta hacia mí. Pongo vista al frente y camino más rápido, alejándome del lugar. Las armas me dan miedo, la única vez que tuve una entre mis manos, sentí un desesperado impulso por dispararla, sentir el estallido en el arma y en mí, temblar, cerrar los ojos y, al abrirlos, ver un enorme agujero humeante en la pared de la habitación donde estaba. Esa sensación embriagadora de tener el poder de matar me gustó tanto que me asusté, y nuca más quise tocar un arma. Algunos podrán llamarlo represión. Yo lo llamo autoprotección.

“Ricky vive”, dice un graffiti en la esquina. No aceptan la muerte de Ricky Espinosa, como otros no aceptaron la de Luca, o la del Che, o Santucho. Se podría escribir una historia de la negación, enumerando las almas que los hombres nos negamos a entregarle a ese Dios que se dice misericordioso. Lennon, Hendrix, Morrison, y el más grande de todos los muertos vivos: Elvis. El rock no está hecho de muertos, sino de zombies. Todos los que dicen que el tiempo pasado fue mejor, es porque quieren transformar al rock en una película de zombies.

Las luces de calle Ameghino me reconfortan, significa que estoy cerca de casa. Las putas del 30 de octubre siguen trabajando a las 5 de la mañana, por lo que deduzco que no fue una buena noche tampoco para ellas. Hay dos que parecen no tener más de 16, sentadas en el pórtico de una casa que se ve como si hubiera estallado una bomba y nadie habría barrido. No hay muchos frentes derruídos en este barrio de clase media alta, es por eso que sorprende a muchos ver dos chicas tan bonitas y dispuestas en esta esquina, con minifalda corta y una gruesa campera inflable blanca estilo “muñeco de Michelín”. No me ven pasar, están absortas cada una en su celular.

Cuando pongo la llave en la puerta, me doy cuenta que no me puedo sacar de la cabeza la mirada extraviada de Jenny, la sonrisa estúpida del Guitarrista, y la idea de que, aunque tome un té, me ponga el pijama y apague la luz, voy a terminar la noche boca arriba, sin poder olvidar sus ojos hasta después del amanecer.

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